jueves, mayo 20, 2010

Fin

—¿Cómo no se habría de crear si no es de lo que se destruye? —, me dijiste mientras dabas un sorbo al café con un aire de tristeza.

­—¡El ser humano me parece despreciable! Hay veces que me siento tan vacío, ¡tan muerto!...

Eso fue lo último que escuché porque sólo me dedicaba a observar tus gestos, la forma en que esos ojos se abrían sin brillo y apuntaban hacía el suelo.

Mientras tus labios se movían casi sin pausa supe que era un adiós a la soledad escogida ¡Y es que después de un año de estas charlas ya era lo justo! ¡El amor entre el positivo y negativo!, me dije. Pero qué importaba, si al final los dos estábamos igual de jodidos.

Por eso cuando esa noche acaricié tu boca con mi boca, por primera vez juraba que en cada paso de saliva me iba invadiendo de esa amargura, de ese asco, de tus demonios ocultos.

De tu desencanto hacia un pueblote que a ti y a mí nos ofrecía nada: tú con un trabajo miserable, yo con una madre toda moreteada del cuerpo, ¿cómo decía ella? ­—un golpe por cada amante, ¿cómo ves?— Y se regodeaba platicando cada madriza, como si fuera su trofeo.

¿En qué momento la ciudad nos hizo a su imagen y semejanza? Todo eso pensaba después de escuchar esas dos palabras que siempre juntas estarán prohibidas en el futuro.

—¡Soy feliz! —, me declaraste quedito al oído, acostado junto a mí.

Qué bueno que aún no amanecía porque el calor que recorrió mi cuerpo y llegó hasta mis ojos, los inyectó de rabia, de ese tono rojizo que nublaba mi vista. Así como se me ponían cuando nos agarrábamos del chongo y al final querías arreglarlo con un ¡vente gorda, ya no te enojes! Y yo en mi mente te contestaba: ¡gorda, tu chingada madre!

¡Chingada madre!, ¡chingada madre!, ¡chingada madre!... con eso me quedé hasta que la frase perdió sentido, mientras veía el techo. Ahí estaba yo, con mi fondo blanco, sin controlar el temblor de mis brazos de lo trabada que estaba de la muina; haciendo nuditos la orilla de la sábana; apretando los dientes.

¿Lo entenderás?... qué pasó con los poetas malditos, las películas donde los protagonistas jamás se reencuentran, las caminatas en días lluviosos, los discos de Radiohead, The Cure y Pink Floyd.

Esas noches en la azotea, tan drogados y tú llorando, maldiciendo a todo el que destruía, se burlaba del otro. Imaginabas la vida miserable que te esperaba y ponías ejemplos para demostrar que no valías para nadie.

Te abrazabas a mis piernas y yo te acariciaba la nuca, te decía lo mucho que me importabas, te hablaba de las cosas que haríamos diferentes a toda la mierda que parecía absorbernos. Te besaba los párpados húmedos y terminábamos haciendo el amor en el cemento frío que para nosotros era arena, entre el maullido de los gatos que se convertía en olas de mar. Y...

—¿Qué piensas, gorda?

—Te contesté ¡qué bien!, cuando en realidad quise decir, ¡Carajo, ya no pude seguir salvándote!